viernes, 14 de enero de 2011

HISTORIA DE SOLDADOS

En efecto, estamos intentando la entrada al éter por esta vía. En ese entendido, digamos que las actuales son señales de prueba. Para empezar, un valioso -relativamente antiguo, absolutamente vigente- poema del ecuatoriano Jorge Enrique Adoum. Quise que sirviera para suspender una guerra. Intento frustrado. Fue una guerra en que las dos partes perdieron. Pero queda y sigo acudiendo a ella, la escritura del también autor de Entre Marx y una mujer desnuda. Sigue presente, no se ha retirado, más allá de lo que digan los obituarios.

HISTORIA DE SOLDADOS

Jorge Enrique Adoum


Cuando de ti me desentierra el día
con sus ásperos oficios y me repone a los sucesos
como si al final de esa navegación nocturna
en la que hemos llorado y conversado, llorado y
          permanecido,
debiera regresar a recoger mis pasos,
caminando a morir, como el anciano
vencido a lento plazo por sí mismo,
sólo entonces, fríamente despegado de tu piel,
gravemente solitario, entro a mi vacío traje
que te sintió a su lado cada víspera,
pregunto por ti, por mí, por qué sucede,
por qué así, hablando de las cosas
cuya balanza se rompe sin perdón en tus rodillas.

Después de aquel tendero elemental
que espantó tus muslos de hermética cerveza,
después de ese judío persistente, después,
del otro que a pie disperso te perdía,
¿fui yo el último soldado, el de los últimos
pies, el que vino a recoger ya sólo tu vestigio
como la condecoración del que cayó a mi lado?

¿Fue acaso tu deseo desertor, ola ciega
que se rompe antes de encontrar su cúpula,
quien llevó mis cenizas a tu vientre baldío?

Oh ausente, siempre ida porque nunca
estamos juntos, porque nunca trajiste
tu heráldica animal, tu herrumbre
transparente al lado de mi pelo que te empuja,
porque nunca tuvimos una cama precisa
que oliera a cuerpo doble, a aceite comulgado,
ni una noche repetida a cuyo cauce
rueden nuestros zapatos juntos, ni un suelo
donde puedan quedarse las tazas de los dos, las
          manchas
salidas de los dos, tu paso de menta
o nieve porque duermo, o tus ligas
y medias y enaguas y preguntas regadas
que me digan: “Por esta puerta, desde esta palabra,
hacia esa fotografía comenzó a partir”.
Nada que en mi presencia puedas
reconocer un día: “Esto fue mío. Esto te dejo.
Te he lavado el rostro, los pañuelos”.

No fuiste tú, pequeña tejedora, perseguida
y herida por ti, ni son tus m anos
donde esta mitad de un pan apresurado crecería.
Fue la primera sílaba, el hallazgo
de lo duro y ajeno en mi abandono,
fue mi subsistir por un clavo, por un diente
que otro había usado, por las uñas, los huesos
o la mujer del hombre derribado. Ya venía
con mis ángeles enfermos, ignorando
la inicial extranjera de los pétalos,
el pequeño lenguaje del encuentro, las palomas.
Y hasta de las caderas sacramentales que acechaba
sólo tuve el regreso a tu humilde cadera,
sólo los pedazos de las cosas,
sólo el polvo familiar, lo permitido.

(Yo te traigo esta moneda salvada de pagar
o de perderse, esta esperanza, esta duda
de escoger entre la comida temblorosa
que trae en tu cuchara dos bocados,
y el hotel por una noche en donde callas
y comprendes y en donde solamente somos
una mujer y un hombre, pasajeros,
sin nombre, sin vestidos, adquiriendo
sólo trozos de sueño después de que ha temblado,
como si dijéramos abrigo, alimento, cereal, gavilla,
como si en esta hora de crecida hambre ritual
aún nos fuera dado elegir qué instinto,
qué sombra compartida, qué bisel nos mata menos.)

Yo solamente buscaba en tu puerta arremetida
por los prófugos perros agredidos
y mi violento alcohol que en tu deseo ardía,
el aceite ritual o la ceniza bruja
con que entró hasta tus piernas la pobreza:
y nada sino la lluvia con sus cordeles turbios,
nada sino tu olor a corcho envejecido
y aquello que nos quema en la piel o nos penetra
por su propia humedad de dolor, como la ortiga.

Por eso, cuando digo miedo y amanecer sin sexo
        como un viudo,
y alaridos golpeándose las alas en maderas salvajes,
es como si hablara de una maldición,
de 13 personas a la cena nupcial en que he nacido,
de azúcar derramada, de quebrada arena
estelar, llegada de qué espejo roto por tu mano.

¿Es que siempre será igual, siempre
este ancho domingo creciendo entre paredes?
¿Es que debes atarte las manos a los pechos
para que nunca, nunca, te peinen en la noche,
para que no derriben a tu madre, que no la toquen
en sus sillas y su retrato, junto a su baraja
tartamuda y a la cáscara de su padrenuestro?
¿Y nunca me dirán qué carta, qué escalera
de sangre, qué madrugada lila
te desató los pies para que vayas
de cama en cama, de cuerpo en cuerpo,
huyéndote otra vez, temiéndote, olvidándote?

Ésta es una lejana historia de soldados
en que siempre se vuelve al cuartel espantoso.
Y hay un himno a redoble, a latigazo puro,
tambor de funeral, marcha en regreso
de sólo los pedazos que han quedado,
y hay un eludir las tuberosas de la muerte,
una invitación, como la luz de un dormitorio,
a buscar tu cabello original, tus primeros pechos,
para decirte a ti, que traías a mis dientes
un pan robado, una naranja nocturna en los vestidos:
“Vengo para cuidar lo que me queda: el ojo
solitario, el único brazo defendido,
la rodilla que espera tu cansancio. Vengo todavía
con un trozo de fusil, con una espina
victoriosa”.
                        Oh nunca defendida, cintura
de aguacero ceñida a mi voz seca de soldado,
llena de paja y corazón como una hoguera.     

jueves, 13 de enero de 2011

Editora Latitanza

Me allano ante la tecnología. Discutible, perversa, presente. La veo como medio didáctico. Y de información. ¿Acaso para informar? O para hacer que estudiantes pasen la mirada por la letra escrita.
Editora Latitanza se lanza al éter informático. Va.
Es un aviso.
Y el que avisa no es traidor.