jueves, 17 de febrero de 2011

EL CAPÍTULO XXX DE TIERRA DE NADIE

Cuando cursaba la parte final de mi bachillerato en una escuela localizada en Xochimilco, en el D.F., conocí por vez primera la obra del uruguayo Juan Carlos Onetti. No me recupero todavía del estupor ante su prosa, en particular la del capítulo XXX de una de sus novelas iniciales, Tierra de nadie, libro que leí raudamente en la biblioteca de esa mi hace mucho tiempo desaparecida escuela. No lo volví a leer, el capítulo, sino en marzo de 1995, cuando mi amiga la periodista Celeste Ramírez me regaló el libro con motivo de mis cristianos 33 años. En seguida recupero esas desconcertantes líneas onettianas. (En: Juan Carlos Onetti, Tierra de nadie, Madrid, Editorial Debate, 1992, pp. 107-108. La primera edición de la novela es de 1941.)

Juan Carlos Onetti
Tierra de nadie
XXX

“Y está también el pausado brillo misterioso del pelo suelto en la almohada. Hay un codo rugoso bajo el oscilante seno izquierdo y éste queda rodeado, redondo y dormido en el ángulo del brazo. Un hilo de aire que sopla de tu boca o de la mañana roza el velo sombrío junto al sueño del seno, defendiendo la noche de tu cuerpo. Aquí la mañana, los hombres pesados y graves que despiertan sin ganas, quemándose el pecho con el café amargo y humeante. Allí tus sueños, el silencio y la mañana.
            “Ella y yo nos inclinamos atentos sobre tu cabeza quieta por donde pasean pies ligeros y absurdos. Es como la sola vez que te vi dormir. Pero entonces era el amor y ahora es el misterio.
            “Te miramos. A veces una mano se me va a tu mejilla para despertarte, para que parpadees veloz y asombrada, lágrimas y niebla de la noche y me oigas contarte que han pasado tantas cosas en mí, en la vida, y que sin embargo no ha pasado nada. Decirte nada y mirarte y emocionarme con nuestra antigua mirada. Pero el miedo quiebra mi mano y quedamos quietos y curvados mirando tu cara. Ya el sueño escapa de tu sueño lejano y obstinado. Como la luz grisada que vence las cortinas, las extrañas cosas y las locas personas que te llenan van desbordando en la habitación.
            “Lentos brotes se hinchan y crecen, enlazan los muebles, frotan los rincones con sus enormes ojos ciegos. Nosotros, la mañana, el aire que fuiste meciendo en la noche, la mano perdida en la sábana, el pezón vinoso y replegado, todos somos tu sueño.
            “Flotamos suaves y veloces, murmurando ansiosos nombres de Dios, largos ruegos obscenos, palabras violentas y unos secretos que estaban rezagados y acabamos de encontrar, somos angustias, bocas redondas de pescados, luna escamosa, arenales, rutas, y el hombre de negros anteojos que asoma desde el piso treinta y saluda con su revólver y el fresco manojo de lilas a la cosa inmunda que trota las calles. Es el misterio de tu tierra dormida, la habitación nunca vista, la vieja sala embrujada con el bronce sucio de los candelabros, el piano desdentado y amarillo, el traje de baile perdido en el diván y la alfombra de extraviados dibujos con su vieja mancha de sangre y el esqueleto de una rosa, aplastado.
            “Pero otra vez cae rota la mano que alzaba hasta tu hombro, tu mejilla, tu labio pesado y mustio. Porque quería contarte que han pasado cosas, tantas cosas en la vida y que, sin embargo, nada, nunca pasa nada.”

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