domingo, 13 de febrero de 2011

SÉPTIMA LECTURA-LA ALTURA DE LOS FAROLES

El espíritu inútil
LA ALTURA DE LOS FAROLES

Pablo Fernández Christlieb

 (El Financiero, 27 de enero de 2011.)

La altura de los postes de luz en los países del norte, allá donde nada más hay otoño e invierno, es bajita, de tres metros a lo más, que es la de los típicos faroles como el de Agustín Lara en su calle desierta, de manera que la luz que sueltan sólo es para ir acompañando los pasos de la gente. Más allá, todo sigue oscuro, porque así están acostumbrados: en las casas no hay focos colgando del techo, sino más bien lámparas de pie o de mesa veladas con pantallas para que alumbren menos y así todo siga en sombras medio lúgubres; por eso les quedan tan bien ambientadas sus novelas de terror y de misterio. Un visitante atento en París se quedará de a cuatro al enterarse de que a esa penumbra la llaman la Ciudad Luz, título que sólo sirve para atraer turistas como palomillas y que le pusieron cuando hace dos siglos y medio colocaron farolitos de gas en las banquetas, lo cual acto seguido les permitió aseverar que era porque estaban en el siglo de las luces. De las luces, pero de 40 watts.
            Y, sí, hay muchas luces, pero ninguna alumbra: todas medio mustias. Brillan, pero no iluminan. La luz del norte es una que no avanza, porque ahí el aire es opaco, gris como de plomo, que no deja salir a la luz de su lugar, y ésta ahí se queda como si fuera una cosa concreta que no puede atravesar un aire sólido. Como si el aire se comiera a la luz apenas sale de su lámpara, y por eso aunque la prendan no se desprende del foco. Se queda ahí pegada. No llega lejos. Igual que la del sol que no entra por las ventanas ni llega a los rincones y a veces ni baja a la ciudad. Son las 12 y no acaba de amanecer.
            Se entiende que entonces el panorama sea pequeño, que el horizonte sea muy corto y que las ciudades sean compactas, de apartamentos, coches y mesas de café chiquitos, como si todo, incluso  las maneras de comunicarse, fueran, por decirlo así, más recogidas, y por eso tal vez, estando así todos juntos y sin nada que ver, se hacen muy conversadores: no gritones ni dicharacheros ni hablantines, sino conversadores.
            Los pintores impresionistas tenían que haber salido de ahí, por una de dos: o porque como no se ve nada claro nunca le atinaban a dibujar los bordes de sus modelos y les salían movidos y borrosos, o porque en una de ésas salía tantito sol y entonces pintaban rápido antes de que se les fuera y les salía todo movido y borroso. Newton, que era científico e inglés, y que hizo una teoría de la luz donde los colores estaban apagados, creyó que la luz eran unos números en su cuaderno que se podían sumar y restar porque, claro, no veía mucho, pero así vivía contento, no como otros que, teniendo ojos del sur, temperamento tropical, nacieron no obstante en la latitud equivocada y por lo tanto, según dicen, les falta alguna vitamina estacional, para lo cual los médicos han ideado unas cajas de luz, como la que saca Iñárritu en Biutiful, para que con eso se les ilumine la cara y la vida. Goethe, que era poeta y alemán, era uno de esos temperamentos desubicados a juzgar no sólo porque hizo también una teoría de la luz, pero con los colores encendidos, menos opaca, más transparente, sino porque lo último que se le ocurrió decir antes de morir fue que descorrieran las cortinas para que entrara más luz, frase que sus biógrafos recortaron dejándola sólo en “más luz” para que sonara metafísica. Pero no era metafísica: era mejor.
            La altura de los faroles en los lugares donde siempre es primavera y verano es como de seis metros por lo menos, porque aquí, apenas la prenden, la luz se expande por todas partes, como si hasta los focos de 40 watts fueran de cien, y se mete hasta por debajo de las mesas porque ahí el aire le deja dar la vuelta a las esquinas o hasta abrir puertas, de tanta que es su transparencia, de manera que los lugares se vuelven amplísimos y se puede ver hasta lo que hay después del horizonte: todos los detalles, bordes, líneas, se ven nítidos y cercanos, como si la mirada las tocara, como si la vista fuera tacto. Si los conquistadores españoles se quedaron alucinados con la Ciudad de México declarando que ni Constantinopla ni ninguna le llegaba a los talones, se debió al efecto de luz que reflejaba y la envolvía. Más que Alfonso Reyes en su visión de Anáhuac, u Octavio Paz en el Paseo de la Reforma (“no pesa el aire; aquí siempre es octubre”), Martín Luis Guzmán, cada vez que entraba a esa ciudad volvía a maravillarse de esa claridad y de esa luz que hacía que los sonidos fueran como campanitas, y las sombras tuvieran no sólo alto y ancho sino también grueso: grueso de zaguán en donde detenerse a escoger qué luz quería en el siguiente paso: “luz de calle” o “luz de patio”, animosa o apacible.

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