miércoles, 2 de marzo de 2011

LECTURA CATORCE-UN TEXTO DE RUVALCABA

Con los oídos abiertos
PRECEPTOS LITERARIOS
Eusebio Ruvalcaba

(El Financiero, 31 de enero de 2011).

Los preceptos literarios —haz esto, no hagas esto, esto sí, esto no…— son como los mandamientos, que uno los debe ir adaptando al ritmo de su propia vida. Considerarlos. Ponderarlos, y ver qué conviene y qué no. Precisamente como los que ahora mismo tienes, supuesto lector —mil veces lo repetiré, esto de supuesto lector—, delante de tus ojos.
            En su hermosísimo libro La antigua retórica, Alfonso Reyes habla de la preceptiva. Y dice que los antiguos maestros de retórica, los retores, finalmente y después de décadas y décadas de enseñar, no pudieron resistir el no muy ingenuo acto de emitir preceptos. Es decir de dictar cómo debían de ser las cosas. Pasaron de ser retores a preceptores.
            Ciertamente hay que tener desconfianza. Pero lo que es muy claro es que, por principio de cuentas, los preceptos no pretenden ser dañinos. Su cometido es la utilidad. Los preceptos nos dicen cuál es la ruta más corta para llegar a cierto punto. Lo ideal es aplicar el dictamen del precepto, grabárselo en la memoria mediante su uso, e inocularlo en la sangre hasta que pase a formar parte del ejercicio de escribir.
            Pero conforme se escribe, conforme se madura —odio esta palabra, pero a veces cae como anillo al dedo—, se van valorando los preceptos, y cada quien decide lo que le sirve y lo que no.
            Sin embargo, un escritor es mucho más que un precepto literario. Dicho en otras palabras, la literatura no es una suma de preceptos literarios.
            Quienes no escriben siempre tienen por delante el precepto literario. Antes que ninguna otra cosa. Porque no se han enfrentado al desafío escritural. Ese desafío que significa arrojarse al vacío, ponerse en la orillita y dejarse caer. Cuando se empieza a escribir, los preceptos no sirven de nada. Porque no existen. Es decir, para el escritor que de pronto se pone a escribir –yendo en el metrobús, haciendo un trabajo escolar en la biblioteca, viendo un partido de fut llanero—los  no hay nadie que le dicte cómo hacer las cosas. Simplemente toma su pluma —odio decir bolígrafo— y deja que las palabras escurran de su mano —¿o de la compu? Ahora mismo me pregunto eso. Porque seguramente habrá cantidad de escritores que escriban su primera palabra creativa en el teclado de la computadora. ¿Y sentirán lo mismo? Aun en la inteligencia de que aquello se vaya a la basura. Porque la grande, enorme ventaja de que lo primero que se escriba se a mano es que ese cuaderno se puede conservar por los siglos de los siglos. Eso no significa que aquello valga un cacahuate, no significa que tenga un lugar asegurado entre los primeros ganadores de nado de mariposa, pero el autor, si tiene el suficiente aplomo, puede, al cabo de los años, localizar ese texto y darse el gusto de acercarlo a las llamas de la estufa, de regalárselo a una mujer que quiera enamorar, o de dictar una conferencia y atribuirle a esa hoja escrita con sus primeras palabras como escritor, a esa estúpida, desvalida y pobre hojita, todo el fracaso que ha sido como polígrafo. ¿Qué hace un escritor que escribe sus primeras palabras en la compu? Es difícil aventurar. De entrada –y desde lejos, claro—, uno diría que ese autor primerizo no lo es tanto. Porque no se arroja. Una computadora no es otra cosa que la red sobre la cual el trapecista hace sus saltos mortales. La compu tiene algo de seguridad y de gringada que nada tiene que ver con el acto suicida. En la compu, quién no lo sabe, todo mundo puede recuperar el texto escrito hace dos mil años. No hay que ser muy listo para eso. La computadora es el ángel guardián de los fracasados porque siempre podrán corregir sus textos, o, en todo caso, echarle la culpa a la compu.
            Regreso a los preceptos. Basado en su propia experiencia, cada escritor debería escribir el suyo. Nadie podría objetarlo. Finalmente, como todo precepto que se respete, está basado en la experiencia. Aquella sensación que sufrió ese escritor es tan perfectamente comunicable como la de cualquier escritor, no importa cuán consagrado esté. Y de aquí deviene otra lección. Un escritor tiene la obligación de escribir sus experiencias, sus sensaciones, sus preceptos, apenas se ponga a escribir. No que siga preceptos ajenos. Sino que verbalice, y luego escriba su cascada de reflexiones. ¿En qué momento? Tal vez cuando publique su primer libro sea un buen momento. Un compositor jamás haría tal. Porque la experiencia de un compositor nada más le sirve a él. Pero habrá que ver la de un escritor. Quizá por eso se extrañan tanto cuando un autor no lega sus secretos.

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