miércoles, 2 de marzo de 2011

LECTURA DOCE-¿QUIÉN HA LEÍDO LA SERIE DE HARRY POTTER?

Rating, fetiches culturales y nuevas lecturas
NI EL 3 POR CIENTO DE LA POBLACIÓN MUNDIAL LEE LA SERIE HARRY POTTER
Juan Domingo Argüelles

En estos últimos meses el poeta Juan Domingo Argüelles ha publicado dos libros: La letra muerta (Océano) y Fragmentario parcial (Ediciones del Ermitaño), el primero de los cuales recopila diálogos sobre la lectura con María José Bonacifa, Alejandro Zenker y Gabriela Gutiérrez Galván, de donde extraemos la siguiente acuciosa e ilustradora plática con el máximo experto en México acerca del tema de los libros. (NdelaR).

No somos Finlandia
—¿Por qué cree que a los medios les provoca tanto interés publicar notas sobre rating cultural?
            —En general, los medios (incluidos lamentablemente los culturales) lo que venden mejor es el escándalo. Han acostumbrado al público a exigir lo más ruidoso. El rating cultural hace de las suyas en todo el mundo. Por lo demás, una buena parte de la gente está convencida de que la información es lo más importante, y que algo le están escondiendo si esa información no es escandalosa o no se sitúa en el más alto rango de la popularidad y la notoriedad.
            “En el tema de la lectura, por ejemplo, las notas sobre los índices de lectura en América Latina suenan apocalípticas, pero muy rara vez sitúan el problema de los bajos índices lectores en su justa dimensión y su verdadera circunstancia. Periodistas (algunos de los cuales no se caracterizan por ser precisamente grandes lectores) alientan y calientan la polémica sobre la pobreza de lectura en América Latina, y, aparentemente escandalizados, comparan los índices de nuestros países con los de Finlandia, Dinamarca, Japón, Canadá, Francia y Estados Unidos, por ejemplo. Pero en ningún lugar de sus notas dicen o siquiera sugieren que México no es como Finlandia, que Colombia no es como Dinamarca, que Argentina no es como Japón, que Guatemala no es como Francia.
            “Hay tantos problemas económicos, sociales, políticos, educativos y culturales que se obvian en esas informaciones amarillistas que dichas notas parecen escritas por marcianos que no tuviesen ni la más remota noción de la realidad terrestre. No creo que haya mundos perfectos, pero es claro que ni Finlandia ni Dinamarca tienen los problemas que tienen nuestros países. ¿Por qué pensar que la lectura tiene que escapar a los asuntos estructurales de nuestros países donde los problemas económicos y sociales son algo más apremiantes que el de la lectura? Cuando algunos medios aprendan a leer en la realidad y en los libros, entenderán por qué nuestros índices de lectura no se parecen a los que existen en Finlandia.
            —Una experta en nuevas tecnologías aplicadas a la educación en Argentina, Beatriz Fainholc, me dijo en una oportunidad que, a raíz de la competencia entre los medios audiovisuales y los libros, se ha creado una falsa idea de que los niños y jóvenes leen menos. Ella asegura que lo que ha cambiado es el formato pero que de todos modos se lee. ¿Qué opinión le merece esta aseveración?
            —Estoy absolutamente de acuerdo con Beatriz Fainholc. No es que se lea menos, es que las formas de leer se han modificado. Los weblogs están llenos de personas que comparten reflexiones sobre lo que están leyendo. Estas personas leen libros, revistas, diarios y la diversa variedad de impresos, pero también leen la producción generada en la red misma. Creo, con toda evidencia, que ahora existen mayores posibilidades de lectura, y que la que ofrece la red no es desdeñable.
            “El libro se ha visto beneficiado con todo esto. Los que piensan que Internet acabará con la lectura de libros o son muy ingenuos o no son muy lectores de libros. Yo no leería el Quijote en la pantalla porque soy un lector que proviene de la tradición de la letra impresa, pero no dudo que haya personas dispuestas a leer las obras de Cervantes en este medio, y también sé que no son escasos los lectores que comparten juicios y opiniones en la red acerca de libros que leyeron en su soporte tradicional, en papel. Además, por cierto, en la red circula una enorme cantidad de textos que la gente intercambia y, por supuesto, lee. Eso también es lectura. ¿De cuándo acá la única lectura legítima es la que se hace en libros de papel?”
Gurús con libros
—¿Considera que el libro como objeto fetiche de nivel cultural sigue teniendo el mismo valor que antes?
            —El libro es, ciertamente, un fetiche cultural que ha conservado más o menos su valor dentro de una sociedad que lo aprecia enormemente incluso cuando no lo frecuenta. Basta con ir a un libro de citas citables y elevados pensamientos para darnos cuenta de que el libro es un objeto en sí mismo noble, cuya trascendencia nadie pone en duda. Esto seguirá siendo así a pesar de su gran popularización.
            “Hoy hasta los gurús más emblemáticos de las tecnologías informativas (por ejemplo Nicholas Negroponte) publican libros impresos, aunque anuncien ya la desaparición inminente de este artilugio. ¿Por qué no se conforman con el formato electrónico? Porque este último no tiene la connotación cultural del impreso, y les queda el sentimiento de que, en tanto no esté en papel, carecen de bibliografía.
            “A decir de Negroponte, el cambio de los átomos por los bits es irrevocable e imparable, y cuando él mismo se hace la pregunta: ¿por qué escribe una cosa tan anticuada como un libro y por qué la editorial distribuye Ser digital en forma de átomos en lugar de hacerlo en bits?, aduce que todavía no hay suficientes medios digitales en manos de ejecutivos, políticos, padres y de todos aquellos ‘que más necesitan comprender esta cultura, tan radicalmente novedosa’.
            “Pero es, sobre todo, otra la razón de mayor peso. Escribe. ‘Aun en aquellos lugares en los que la computadora es una presencia constante, la interfaz corriente es primitiva, un tanto tosca y no tiene nada que ver con algo que uno quisiera llevarse a la cama (cosa que sí sucede con un libro)’. Claro, esto lo decía el autor de Ser digital en 1995. Hoy, cualquiera se lleva su laptop a la cama, tan fácilmente como se podría llevar un libro, pero la laptop todavía no alcanza el grado de fetiche que sí posee el libro impreso luego de más de cinco siglos de influencia y veneración.
            “Otro ejemplo que ilustra la importancia del libro como fetiche es que la gente sabe que debe tener libros en su casa (algunos, aunque sea), independientemente de que los lea o no. Los libros de ornato son frecuentes: les dicen al visitante que esa casa no está habitada por incultos. Todo esto conduce muchas veces a una cruel paradoja que ilustra Gabriel Zaid: la gente cree que sabe porque tiene libros.”
Fábrica de productos impresos
—Usted habla del “falso libro” o “el no libro”. ¿Qué requisitos debe cumplir una obra para merecer llamarse “libro”?
            —Dice Alberto Manguel que “lo peor que le ha sucedido a la cultura occidental es el descubrimiento, por parte de las empresas multinacionales, del objeto libro”. Y tiene absoluta razón: “La industria editorial se ha convertido en una fábrica de productos impresos, no de libros”. El “falso libro” o el “no libro” es aquel que tiene toda la traza de ser un libro, pero cuyo contenido es tan irrelevante y tan efímero que puede tener incluso menos perdurabilidad que una revista bimestral.
            “Una buena cantidad de editores está todo el tiempo inventando libros, que escriben velozmente escritores que no son escritores, con el fin de aprovechar la efervescencia que suscita un acontecimiento local, nacional o mundial y con ello vender algunos miles de ejemplares merced a este oportunismo.
            “En México abundan los libros de política doméstica en tiempos electorales, los libros de autores que son figuras notorias de la televisión, el cine y la radio, los libros que explotan la nota roja, el escándalo sexual, etcétera. Lo mismo pasa en Argentina, en Colombia, en Uruguay, en Brasil y en cualquier otro país del mundo. Al término de ocho o diez semanas, ¿qué queda de esos objetos que parecen libros? Casi nada: los ejemplares que no se venden de inmediato se trituran para hacer celulosa. Al año siguiente los títulos no aparecen ni en el catálogo ni, por supuesto, en los inventarios.
            “No hay que dejarnos impresionar por el valor sagrado que le ha conferido el canon culturalista al objeto libro: hay impresos que no poseen ninguna nobleza; que tengan el formato del libro tradicional no los hace ni preciosos ni necesarios. Hay una enorme cantidad de libros cuya desaparición nadie echaría de menos. La humanidad podría ir perfectamente sin las tres cuartas partes de la enorme producción mundial de libros. No pasaría nada. Lo que es más, se desprendería de un lastre. Pero sucede que nadie nos puede convencer de que los libros no son sagrados. Somos capaces de ponerles altares aunque no los leamos.”
            —¿Qué piensa de los libros que hacen interpretaciones de otros libros?
            —Cuando este tipo de libros nos ayudan a entender esos libros de los cuales parten, son sin duda valiosos, útiles y hasta pueden resultar amenos. El problema es que muchas veces están escritos con tal capacidad de exposición aburrida que no dan ganas de remitirnos al libro que pretenden explicar. Conozco ejemplos de disertaciones e interpretaciones de exégetas tan soporíferos que son capaces de hacernos creer que Platón, Schopenhauer, Nietzsche y Kant son pensadores densos, inextricables y aburridísimos. Hay libros sobre Borges a partir de los cuales no se antoja leer a Borges. En todos los casos son ejemplos de ese tipo de libros que están escritos por personas que nos quieren hacer creer que sus libros son más importantes que los libros que comentan.
            “Amos Oz, el gran escritor hebreo, identifica a cierto tipo de mal lector que, muchas veces, es también un mal interpretador y pésimo exégeta. El propósito de éste es demostrar que sabe más del libro que comenta que el mismo autor que lo escribió. Sus interpretaciones pueden ser caprichosas y de lo más absurdas, pero en todo ello encuentra especial delectación. Más allá de la famosa metáfora de Gustave Flaubert (‘Madame Bovary soy yo’), a este mal lector y mal exégeta le satisface la idea de que Raskólnikov pudiese ser el mismo Dostoievski, con una turbia tendencia a robar y a asesinar ancianas, o que William Faulkner estuviese implicado en una relación incestuosa, o que Nabokov mantuviese relaciones sexuales con menores.
            “El mundo del mal lector y peor divulgador de la lectura es tan estrecho que confunde la realidad con la ficción, y desea hacerles creer a los otros lectores que lo que está en los libros es literalmente la Verdad Autobiográfica, y pone todo su afán en probar esto. Es el señor, académico o no, que se aburre en su cubículo o en su oficina privada, y trata no de combatir su aburrimiento sino de hacerlo virtud, compartiéndolo con otros por medio de la ‘disección’ de una obra. Lo que ocurre es que, luego de diseccionar el cuerpo, confunde el lugar que ocupaban los pies con el que ocupaba la cabeza. A esto le llaman algunos ‘aparato crítico’ o ‘interpretación’ y ‘divulgación’.
            “La crítica de Oz es implacablemente acerada y, a mi parecer, más que acertada: ‘El mal lector es una especie de amante psicópata que se abalanza sobre una mujer y le desgarra la ropa y, cuando ya está desnuda del todo, le arranca la piel, abre su carne con impaciencia, rompe el esqueleto y, al final, cuando ya ha roído los huesos con sus ávidos dientes amarillos, sólo entonces se queda satisfecho: ya está. Ahora estoy dentro del todo. He llegado’. Pero a lo único que no llega jamás ese mal lector es al alma del libro y al espíritu de los otros lectores.”
Poco sabemos de la realidad
—Si cada vez se habla más de lo poco que se lee, ¿por qué motivo el negocio editorial sigue siendo floreciente? (Al menos en cantidad, no me refiero a la calidad.)
            —Volvemos de algún modo a las explicaciones iniciales. Se habla mucho, y yo diría que demasiado, de lo poco que se lee en la actualidad, y esto es una mentira. Como quiera que se vea, se publica bastante (hay demasiados libros, dirían José Ortega y Gasset y Gabriel Zaid) y no se lee poco. En efecto, la industria editorial vive un auge que es evidente, aunque siempre está hablando de crisis.
            “Desde luego, una buena cantidad de los libros publicados se leen al mismo tiempo en Estados Unidos, Francia, Inglaterra, México, Colombia, Perú, etcétera. En este sentido, los lectores franceses se parecen en algo a los lectores peruanos: pudiendo leer a Balzac o a Stendhal leen a J.K. Rowling y a Dan Brown, y están en su soberano derecho, aunque nos pueda parecer un desperdicio de tiempo. La industria editorial globalizada, en el más pujante liberalismo económico, ha conseguido el milagro de uniformar el gusto de los lectores; ni el comunismo lo logró.
            “Además, en cada país se producen bestsellers domésticos (las prensas no pueden detenerse ni publicar todo el tiempo a los autores clásicos) que tienen también su público cautivo. En conclusión hay que reiterar una certeza: no es verdad que se lea poco; lo único que es verdad es que los lectores de libros siguen siendo minoría en una población mundial de más de seis mil millones de habitantes. Para decirlo pronto, si consideramos que la población total del mundo es de seis mil 400 millones de habitantes, ¿qué significa, en términos estadísticos (que tanto encantan a los medios), los 200 millones de lectores de Harry Potter?: menos del 3 por ciento de la población mundial. Vistas las cosas así, la señora Rowling vive casi en el anonimato.
            —Desde su punto de vista, ¿cuál debe ser el papel de los Estados respecto de la lectura? ¿Considera que puede malentenderse la función y ser utilizada como un elemento de propaganda política?
            —Los Estados no pueden desentenderse de su responsabilidad cultural respecto a la lectura lo mismo que respecto a la educación o a la economía. Pero, a mi juicio, el asunto de la lectura debe dejar de ser un tema político para convertirse en una acción ciudadana. En la insistencia política, el tema de la lectura corre el riesgo de convertirse en un discurso vacío, similar a tantas otras insistencias y discursos que no ven reflejados sus esfuerzos y voluntades en resultados. El problema es que los resultados de la lectura pueden llegar a ser incluso intangibles.
            “Estadísticamente, no parece muy factible que consigamos igualar los índices de lectura per cápita de Finlandia si no nos convertimos en Finlandia. Pongo un ejemplo burdo pero ilustrativo: cada cuatro años los mexicanos sueñan con ser campeones del mundo en futbol. No es que lo sueñen únicamente, es que muchos están seguros de que pueden conseguirlo. La televisión vende muy bien esa mentira que luego se torna pesadilla, porque los mexicanos no juegan, ni de lejos, como Brasil ni como Alemania ni como ninguna otra potencia mundial de este deporte que cautiva a tantos millones de seres humanos. Juegan como sólo puede jugar México si el equipo está integrado por futbolistas mexicanos. Cada cuatro años se frustran y se reprochan el fracaso. No ven la realidad, sólo ven el anhelo.
            “Lo mismo ocurre con el fenómeno de la lectura: el optimismo oficial de los órganos educativos y culturales nos hace creer, todo el tiempo, que podemos alcanzar los altos índices de lectura que tienen los países más avanzados en los ámbitos social, político, económico y educativo. Este optimismo es nefasto y embustero porque parte de una abstracción y no de un hecho concreto. Alcanzar altos índices de lectura sin que las estructuras de un país se modifiquen es exactamente como engañar a los aficionados al futbol de que para ser campeón del mundo basta con desearlo.
            “Lo cierto es que el asunto de la lectura no puede verse como algo ajeno a la realidad social, política, económica, educativa, cultural de un país; tiene que entenderse como parte integral de esa realidad. Si creemos que la formación de lectores (que es algo muy parecido a la formación de públicos en otras manifestaciones artísticas) se puede producir como algo ajeno a las estructuras que nos determinan, entonces poco sabemos de la lectura, pero mucho menos sabemos de la realidad.
            “Por lo demás, antes que los logros estadísticos, lo importante sería definir para qué queremos que los demás lean; es decir, cuál es la finalidad de la lectura y, más ampliamente, cuál es la finalidad de la cultura. Pienso, por ejemplo, que Antonio Gramsci no se equivocaba al impugnar ‘el hábito de creer que la cultura es conocimiento enciclopédico’. Cáustico, argumentaba que ‘esta forma de cultura sirve para crear ese intelectualismo pálido y sin aliento que ha producido un tropel de fanfarrones, más dañinos para una vida social sana que los microbios de la tuberculosis o la sífilis para la belleza y salud del cuerpo’.
            “Para Gramsci, la cultura implicaba una inmersión en las aguas de la realidad, y el concepto cultura significaba, sobre todo, vida moral y responsabilidad ética frente a la adquisición cultural y su destino. Por ello resulta incongruente y contradictorio que no pocos de los que abrevan en la cultura (es decir, individuos ‘cultos’) se sientan ajenos a la realidad, se conduzcan sin ética y, en el mejor de los casos, sean unos desdeñosos pedantes convencidos de que la importancia de ser cultos radica en saber más que los demás, en ser catalogados como eruditos o sabios, sin que importe mayormente la armonía con los demás, y todo permanezcan (como hasta ahora) en el exclusivo ámbito de las capacidades y las habilidades técnicas, producto de una educación científica sin ética y de una educación de humanidades sin humanismo. (Publicada en El Financiero, febrero de 2010.)

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