miércoles, 2 de marzo de 2011

LECTURA DIECISIETE-COMPARTIR LA LECTURA

HÁBITOS DE LECTURA ENTRE LOS MEXICANOS: ¿CUESTIÓN DE CALIDAD O DE CANTIDAD?

Marco Antonio Manjarrez Medina

De acuerdo con cifras de la unesco, la población mexicana tiene un índice de lectura pobrísimo. Según estos datos, en México el promedio de libros leídos por persona anualmente es de apenas 1.2 ejemplares. Como el estudio no aclara en qué tipo de libros está basando su encuesta, es difícil saber si consideró obras literarias, de corte clásico, por ejemplo —entiéndase Shakespeare, Dostoievski, Paz o Arreola— u obras de cualquier clase, en el formato de libro.
Lo preocupante de este tipo de análisis no es en sí el dato que aporta, sino el que no explicitan, aquel del cual sólo dejan ver la punta del iceberg, de modo que tengamos que imaginar de qué tamaño será lo que se esconde bajo la superficie del agua.
El complemento de los datos ofertados por la unesco, el cuerpo del iceberg, es lo que nos permite apreciar la gravedad de la situación. Según la versión electrónica del diario La crónica de hoy, es inexacto decir que los mexicanos no leemos, pero las publicaciones más leídas en el país son: El libro vaquero, TVynovelas y TVNotas, las cuales alcanzarían en conjunto los treinta millones de ejemplares impresos al mes, sin soslayar que cada uno de esos ejemplares sería leído por al menos cinco personas. Más allá de que estas publicaciones tengan una gran circulación, es cuestionable que algunas personas las lleguen a considerar como “literatura popular”.
De acuerdo con esto, los mexicanos sí leemos, aunque no aquello que los señores de la unesco tal vez quisieran. Habría que comentar cuáles son los principales obstáculos con que se topa una persona interesada en la literatura, para tener acceso a los libros. Pondría el énfasis en dos: 1) el elevado costo del libro impreso y 2) la deficiente infraestructura bibliotecaria del país. A estos factores podríamos agregar otros de tipo cultural, sobre todo ciertas costumbres que nos hacen ver la lectura como algo extraño y difícil.
En cuanto al primer punto, convendría distinguir que no es la lectura la que tiene un costo en sí, sino su material de soporte, cuya producción obedece a las leyes del valor de mercado. Comparemos dos productos aparentemente dispares en cuanto a consumo: el libro y los alimentos. Más allá de su obvia diferencia en cuanto a necesidad, reflexionemos sobre el modelo económico al que se supedita su valor. Pronto llegaremos a la conclusión de que ambos han alcanzado una relación desproporcionada entre su costo y su valor. El mercado determina el valor de las mercancías, valor que supera por mucho su costo de producción, lo cual es alarmante tratándose de los productos más básicos para el hombre. Así la comida ha pasado a ser un objeto de consumismo, en ocasiones suntuoso.
Así como la producción y venta de alimentos ha pasado a convertirse en negocio, las más veces privado o controlado por grandes grupos empresariales, la producción y venta del libro está controlada mayormente por empresas editoriales. Casi todas extranjeras. Cuando la unesco afirma que los mexicanos no leemos, quiere decir que no estamos integrados al mercado de la industria editorial. Doble preocupación, no leemos y si lo hacemos aumentamos la riqueza de alguien más.
Por otra parte, elevar cuantitativamente nuestro nivel de lectura puede incidir poco o nada en el aprovechamiento que hagamos de ese incremento. Ese aprovechamiento es lo que Alfonso Reyes denominara la experiencia literaria, que no se reduce al acto mecánico de leer, sino que se amplía al de reflexionar sobre el acto mismo de leer, pues cualquier texto puede ser leído sin ser considerado literatura.
La cualidad específica de este producto cultural llamado literatura es su dialéctica. A través de la lectura, el ser es capaz de autoconocerse y de relacionar con mayor amplitud las experiencias de su realidad. El beneficio directo e incuestionable, para cada persona, es el desarrollo de una capacidad crítica individual, cualidad de responsabilidad y compromiso con el mundo y los demás hombres.
La transformación para el aspirante a lector ha de ser en diversos órdenes. La meta será lograr el acceso al libro impreso a la vez que disminuir el consumo de propaganda mediática, como las revistas del tipo de las citadas en líneas atrás. Dicho cambio en pro de la lectura no se realizará sin considerar sus implicaciones económicas. Propongo algunas medidas al respecto:
Primero, buscar el menor costo. Visitar algún bazar o librería de libros usados. Si de entrada no se sabe qué se quiere leer, pedir al encargado alguna recomendación. El precio de un libro usado va de los diez a los cincuenta pesos en promedio. Cuando se termine de leer el volumen, regresar a la librería y cambiarlo por otro. Esto reducirá el costo anterior hasta los cinco pesos o al trueque mismo.
Segundo, reducir gastos innecesarios. Si se paga un servicio de televisión por cable para ver sólo el noticiero de las noches, se lo puede ver lo mismo a través de un canal de señal abierta. Esto haría posible ahorrar de doscientos a quinientos pesos mensuales. Además, se dispondría de más tiempo para leer.
Tercero, caminar. Ahorrar de vez en cuando en transporte y gasolina. Mejorará la salud y se verá por qué algunas personas dicen que “hay libros que se leen mejor caminando”, aunque no hay que dejar de fijarse en el camino. La fila del supermercado o el camión son buenos para leer cuentos breves.
Respecto al punto relacionado con la deficiente infraestructura bibliotecaria, hay sólo una forma de revertir el proceso de decadencia en que hemos caído. Informarse y participar de las actividades programadas y los servicios que ofrecen las bibliotecas públicas. Llevar a tres miembros de la familia al cine actualmente cuesta entre doscientos y cuatrocientos pesos. Resulta mejor obtener un libro prestado por la biblioteca, es gratuito y funciona del mismo modo que el cine, pero en la cabeza.
Un último consejo sería compartir la lectura con alguien más.

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